Alcanzar en 2020 un peso en el PIB del 25% es la cifra que visualiza el objetivo de nuestras instituciones para la industria vasca. Un sector económico que ha sido seña de identidad de Euskadi, al que siempre se ha mimado porque se entendía, y se entiende, que es clave en el entramado económico-empresarial: genera empleo de calidad, realiza una función de tracción sobre otros sectores, soporta, mejor que otros, las crisis, conforma empresas importantes y alienta las actividades de innovación. Es lógico, por ello, que, junto a la lucha contra el desempleo, centre los esfuerzos y las inversiones. En este escenario es donde hay que situar el reciente anuncio de reorganización de los instrumentos financieros del Gobierno vasco, la puesta en marcha del fondo inversor público-privado de 250 millones de euros y la entrada en el capital de CAF. Porque aquí nunca se ha dejado de hacer política industrial, incluso cuando otros apostaban por abandonar este ámbito. Los planes de I+D+i, los de reindustrialización, la política de clústeres, la SPRI, la formación de calidad, los apoyos económicos... todo iba, y va, en esta línea. Una política industrial en continua adaptación al momento, que actualmente mira al nuevo paradigma de la Industria 4.0; que, obligada por la globalización, necesita que los centros de decisión estén en Euskadi, al tiempo que gana en dimensión; y con instrumentos novedosos.