Ocurre muchas veces que, en los procesos de innovación, durante el desarrollo de un nuevo producto o servicio, nos acordamos de la propiedad industrial e intelectual (PI) cuando ya todo el pescado está vendido o, mejor dicho, cuando el pescado está ya listo o casi listo para ser vendido. En ese momento, para cumplir el expediente en relación con la PI, más concretamente en relación con las patentes, podemos pensar en contactar con algún agente de patentes para que nos diga si tenemos algo que podamos patentar. Y, sobre todo si ya hemos tenido alguna experiencia desagradable en el pasado, podemos pedir al agente de patentes que nos asegure que no vamos a tener ningún riesgo de infracción. A mí, como agente de patentes, me suena mucho la película.
Necesitamos un cambio de paradigma. Necesitamos entender que hemos de integrar la PI en nuestros procesos de innovación. Desde el principio. Puede ser que en el corto plazo no veamos los beneficios de esta integración de la PI, pero a medio-largo plazo ahí puede estar la diferencia entre el éxito y el fracaso.
Tener en cuenta la PI y en particular las patentes desde el principio nos permitirá aprender de lo que ya han hecho otros, prevenir potenciales riesgos de infracción y, además, visualizar ya desde el inicio el tipo de exclusividad que nos interesará tener para proteger nuestra propuesta de valor, por supuesto mediante patentes (si se me permite la expresión, “decidiendo lo que vamos a patentar antes de inventarlo”), pero también mediante otras modalidades de PI como las marcas, los diseños, los secretos empresariales y los derechos de autor. Dicho de otra manera, y retomando el símil “arrantzale”, tener en cuenta la PI desde el principio nos permitirá aprender a pescar mejor, evitar que nuestros peces queden atrapados en redes ajenas, y tejer una red lo suficientemente amplia y robusta para que nuestro pescado sea exclusivo.